De procesión |
Tras un plácido viaje en autocar desde
Allepey, sin conductores sicópatas ni precipicios, llegamos a
Varkala. Nos pasamos las cinco horas de viaje repitiéndonos “no
nos vamos a hacer ilusiones, no nos vamos a hacer ilusiones”. Es
que nos moríamos de ganas de playa, pero viendo el estado de la de
Fort Cochi y de todo el resto de Kerala lo más que nos podíamos
imaginar ahora era el Somorrostro de Carmen Amaya. Siguiendo las
instrucciones de nuestra Swami Isabel habíamos reservado en el hotel
Akhil, que según las fotos tenía una piscinaza de aquí te espero.
Desde Kalambalam Junction hasta Varkala
nos pillamos un tuktuk que nos dejó, como le pedimos, en el
restaurante Sreepadman, lo que según la Lonely era “Una verdadera
joya gastronómica con vistas a la piscina del templo y estupendos
asientos en la parte trasera”. Como nos vieron guiris y con la
Lonely en la mano nos hicieron pasar a la parte trasera. Sólo tenían
dos platos a elegir, nada buenos, y los estupendos asientos, de
plástico, claro, estaban invadidos de perros pulgosos y cuatro
guiris superauténticos que, según lo que les oímos, iban de ahí
al ashram de Amma “la madre de los abrazos” de Allepey, donde
una señora les iba a abrazar en plan místico varios días seguidos.
De nuevo la sensación de “por qué se me ha ocurrido venir aquí
con lo bien que estaba yo en Allepey con Jose Luis Kethrapapoooli...”
Pero al llegar al hotel y cruzar la
puerta todo cambió. Al principio no nos lo creíamos, pero en las
paredes, en los suelos... se veía algo que hacía dos semanas que no
habíamos visto y que ya casi habíamos olvidado. “¿Que es ese
extraño material que cubre suelos y paredes?” Azulejos
relucientes, metales recién pulimentados... Nuestros ojos tardaron
en acostumbrarse. Al principio parecía que todo estuviera hecho de
agua, pero al tocar ya vimos que no, que eran Superficies Brillantes.
Increíble. Los cristales volvían a ser transparentes y no
translúcidos. En el espejo del baño salía yo reflejado y no ese
señor raro con manchas de color café, pasta de dientes y moho.
Dejamos las mochilas y nos fuimos corriendo a ver la piscina. “No
nos hagamos ilusiones todavía no nos hagamos ilusiones todavía”,
repetíamos en voz alta mientras dábamos saltitos de ballet por el
camino de hibiscus que llevaba a la pisci. En la piscina había
varios guiris gordotos, pero inofensivos, porque la piscina era
inmensa y estaba impecable. Hicimos un pequeño templito en una
esquina con unas hojas y unos cocos en honor a nuestra nueva diosa
Isabel (shanti shanti), y nos tiramos de cabeza por el lado hondo,
que cubría y todo.
Playa recién barrida |
De los cinco días siguientes no
recordamos casi nada. Todo era demasiado raro. No raro divertido en
plan indio, sino raro raro. Por una parte estábamos encantados con
la piscina y la playa y con una vagancia encima que nos impedía
hacer cualquier cosa de provecho, pero por otra parte lo de estar en
un sitio lleno de restaurantes que se llaman “Himalayan Kitchen”
“Café del Mar” “Trattoria Peppo”, etc... donde todos los
currantes son nepalíes y en las tiendas te venden recuerdos de
“Free Tibet”, donde la comida ni pica ni está muy buena, donde
todos los turistas son occidentales pero visten como los indios de
los dibujos animados... es muy raro. Lo más raro de todo la fauna de
guiris que nos juntábamos allí. Lo más abundante eran las señoras
que eran jóvenes y parecían muy viejas o eran viejas pero se
mantenían jóvenes (no lo averiguamos), todas con sus fulares, sus
saris y sus colchoncillos de yoga debajo del brazo. Carol lo vió
enseguida. Aquí estamos faltos de complementos. Necesitábamos
urgentemente camisetas con el “OM” , un colgante con un elefante,
pantalones de estampados vivos, la bufandita, pulseras variadas
(imprescindible al menos una en un tobillo) y un libro de Paulo
Coelho (no hace falta abrirlo, se sobreentiende que hace mucho calor
para leer).
Luego estaban los guiris extremadamente
delgados y morenos, que daban bastante yuyu. Igual estaban muy sanos,
pero parecía que se fueran a desmayar de un momento a otro. Ser
delgado en la india, aunque vengas de visita, esconde algo
inquietante. Para compensar había otros tantos anglosajones obesos,
que ya es más normal. También, y pese a los acantilados, vimos a
unos cuantos con muletas y hasta a una pareja de ciegos con un niño
pequeño. Pandillas de rusos variados. Familias de suecos, franceses
con críos... El mejor guiri de todos era un zumbado (creo) que en un
loable esfuerzo por salvar el universo se estaba montando un huerto
ecológico de 3 x0'50 metros en el borde del acantilado con varias
macetas y textos explicativos como “Aquí he plantado SEIS semillas
SEIS de platanero”, haciendo compost con pieles de tres naranjas y
cosas por el estilo. Lo vi los dos primeros días, pero estoy
preocupado porque luego ya no, y las plantas se le empiezan a secar.
Alguien debería continuar su obra.
A decir verdad en la playa también hay
color local. En la cala norte hay unos cuantos señores que se ponen
debajo de una sombrilla multicolor y dan bendiciones y rezos al que
se los pide. Normalmente tienen colas de gente esperando. Luego están
las familias de domingueros que vienen todos juntos y se remojan en
tejanos, saris o hijab , lo que toque, pero sin enseñar chicha. Los
mozos locales sueltos si que enseñan, y se van paseando de lado a
lado de la playa en plan machomen mientras exploran a las guiris. A
diferencia de los chuliplayas españoles, los de aquí gustan ir de
ligoteo agarraditos de la mano entre ellos, lo que creo que les hace
perder puntos.
Bendición matutina |
En cualquier caso, la mayor atracción
de la playa son los vigilantes. Cuatro señores con bigote, entrados
en años, carnes y un uniforme que no se ve muy adecuado para tirarse
a salvar a nadie. Al parecer las playas de Varkala son bastante
peligrosas por las corrientes, así que estos señores son los
encargados de velar por la seguridad de los bañistas, pero al estilo
indio, claro. Ateniéndonos a la actitud de los vigilantes de
Varkala el peligro empieza a partir de media tarde, justo después de
la siesta. Hasta entonces están tranquilillos, adormecidos quizás...
pero a partir de las cuatro o cinco empieza el concierto de pito.
Porque aquí salvan a la gente con pitidos. También llevan un
banderín como de juez de línea. A la que ven que uno se va muy para
dentro, pitido. A la que uno se va para la derecha y se sale de las
banderitas, pitido. A veces lo hacen al revés, al que se va muy a la
izquierda, pitido. En realidad depende de donde estén ellos. Si por
ejemplo viene un fotógrafo local que les hace un reportaje y se
quedan allí todos de charleta en la banda izquierda, pues todos los
bañistas de la derecha amonestados. Aunque el bañista esté a tres
kilometros ellos le pitan, y le señalan así con la bandera como
diciendo “que te he visto eh que te he visto, a la próxima te vas
a la calle”. Cuando el sol está a punto de ponerse y las olas
crecen los vigilantes se lo toman más en serio y van pitando a todo
bicho que se mueve. A la única pareja mixta de indios que vimos
meterse al agua les pitaron cuando les llegaba por los tobillos, y
los pobres se quedaron con cara de “Pero si no hemos hecho nada. Si
allí hay unos que ni tocan y están ya que se los comen los
mejillones... ” Pues nada, pitido otra vez. Los pobres se quedaron
mirando alrededor a ver si entendían algo y al cabo de un rato de
darle patadas al agua se salieron con cara de fastidio. Mientras, los
guiris seguíamos chapoteando alegremente y tragando agua, ajenos a
los pitidos de los trencillas. A uno rubio que se metía también le
pitaron y se quedó a cuadros, porque estaba justo en medio de la
zona delimitada por banderitas. “Estoy en línea, que no lo ves!!!”
le gritaba a riesgo de ganarse la roja. El juez de línea le indicó
que a la derecha y el rubio obediente se iba a la derecha, pero le
volvían a pitar “mi derecha, no tu derecha” (si no no entiendo
que pitaba). Empezó a meterse de espaldas para ver si el árbitro le
decía que “ok” o le pitaba y poco a poco parece que encontró
una ruta y se consiguió meter hasta el cuello y cuando ya se lo
llevó una ola el vigilante le dejó en paz y se buscó a otro. Otro
vigilante, que parecía el jefe, enviaba a algunos chuliplayas que
tenía a sus ordenes y ya estaban mojados para mandar mensajes a los
que no respondían a su pito. Poco a poco fueron reduciendo a los
bañistas hasta que sólo quedábamos diez guiris y cuatro
chuliplayas en cinco metros de agua. El sol estaba rojo como un
tomate, se cayó de golpe y se ocultó. Final del partido. Nos
abrazamos por la victoria, salimos del agua, saludamos a los
vigilantes y a los chuliplayas y ante los aplausos de los domingueros
nos fuimos para la ducha.
Tambores en las fiestas del templo de Pozhikkara en Paravoor |
Total, que esto ha sido como un lapsus
en el viaje y hay mucho menos por explicar que del resto de sitios de
Kerala. Eso sí, nos hemos puesto morenitos, y el último día, casi
por sorpresa, un tuktukero nos llevó a las fiestas de San Roque de
un pueblo de por allí al lado. Aquí las fiestas se miden por
elefantes, y estos tenían más de diez, así que debía ser una
fiesta gorda. Era muy bonito verlos pasar por la calle mayor del
pueblo, con los mahouts apartando los cables de la luz con un palo
para no electrocutarse y la gente tirándoles caramelos. También
venían las comparsas de tambores de Calanda y los Locomía versión
hijra. De refilón vimos una actuación de Khatakali en la plaza del
pueblo.
No nos quedamos a los pasodobles porque a la mañana
siguiente nos íbamos para Trivandrum y de ahí a Kochi a acabar el
viaje comiendo un poquito más.