Cuando llegas a Camboya, especialmente si aterrizas en Siem Reap, te das cuenta de dos cosas. La primera es que Angkor Wat está ahí al lado, omnipresente e inevitable. Para muchos Camboyanos es el orgullo nacional, pero para muchísimos más es el maná del que provienen sus escasos ingresos y sus esperanzas de futuro. El segundo impacto, más inesperado, es que la segunda atracción turística de Camboya es el genocidio de Pol Pot y los Khmeres Rojos.
Cuando uno viaja a un país en el que la guerra civil, las matanzas programadas, los bombardeos y el hambre han matado a más de dos millones de personas en los últimos treinta años espera encontrarse un muro de olvido y de silencio, miradas bajas y desconfianza. Odio hacia sus exterminadores (los Khmeres), hacia los que les alentaron (en este caso no se libra ni la ONU) y hacia los visitantes que llegamos con treinta años de retraso. Pero si el rencor es humano, el hambre, que muchos sacamos de las ecuaciones porque no la hemos experimentado, es más humana todavía. Y aquí si tienen una cosa clara es que, como decía la Escarlata, no quieren volver a pasar hambre ni miseria, y todo lo demás debe ser secundario. El pudor también. Y cuando tras el desastre empezaron a llegar los periodistas, historiadores, fotógrafos, embajadores, y tras ellos una auténtica miríada de ONG´s, voluntarios y finalmente turistas, todos interesados en el genocidio Khmer, los camboyanos les recibieron con los brazos abiertos y las manos extendidas hacia arriba.
Las librerías de Siem Reap, que son sorprendentemente numerosas, deben ser las únicas del mundo en las que se exponen más libros de historia que de ficción. Y en los videoclubs los documentales se venden más que la última temporada de "Los Simpsons". En la portada de casi todos aparece Pol Pot, una calavera o un niño desamparado. O todos a la vez. De acompañamiento, suponemos que para aligerar la conciencia del turista concienciado de turno, una indefinible mezcla de clásicos y de superventas: Kerouac, Burroughs, Huxley, Hesse, Orwell, Irvine Welsh, Palahniuk, Auster, Kapuscinsky, "El curioso incidente del perro a medianoche", "El economista camuflado", "Jonathan Strange y el señor Norrell"... Yo no supe encontrarles un denominador común, pero para mi horror casi todos los tenía también en la estantería de casa ( y los que no, los tenía Carol ). Y digo para mi horror porque lo de darse cuenta de que encajas perfectamente en un cluster que corre por todas las oficinas de marketing del mundo, y en el que encima no te reconoces, es como para ponerse a pensar. Luego caes en la cuenta de que era en Camboya donde al principio del viaje habíamos pensado en colaborar con una ONG, proyecto abortado en el último momento al descubrir gracias a un blog que se trataba de un timo como la copa de un pino, y te dan picores. Y si te lees la guía de Siem Reap que te dan en todos los guesthouses es peor, porque constatas que, aparte de Angkor, las visitas turísticas obligadas son al museo del genocidio, al hospital infantil, al orfanato, a la cooperativa de mutilados, a la escuela de hostelería para niños de la calle, etc, etc, etc... Es decir, la tragedia como reclamo turístico.
Total, que Siem Reap es a partes iguales una Disneylandia de Angkor y una Disneylandia del Genocidio Khmer. Y si a alguien le parece poco respetuoso con las víctimas o moralmente reprochable, que lo piense dos veces. Porque al fin y al cabo, hay muchísimos camboyanos que están tirando para adelante gracias a ello. Es cierto que en muchos casos venden su propio dolor, como el ancianito, de cincuentaypico pero ya ancianito, que nos contó su triste vida a la sombra de Angkor Wat y al acabar nos pidió un dólar. Las lágrimas que se le escapaban cuando nos contaba que los Khmeres Rojos se habían llevado a toda su familia eran igual de auténticas que las risas que se soltó cuando le dimos lo que pedía. Luego, claro, te asaltan las dudas de si con ese dólar estás fomentando la mendicidad. Estamos tan acostumbrados a los mantras capitalistas de "no hay que dar peces, hay que enseñar a pescar" y a lo de "la mendicidad genera pobreza" que da más cargo de conciencia dar que no dar. Para no dar tenemos la excusa automática de "es que así fomentas que pidan en lugar de buscar un trabajo o ir a la escuela", que siempre acude en nuestra ayuda. Quizás lo que teníamos que haber hecho era convencer al anciano de que no pidiera y de que aprovechase sus conocimientos para algo digno, como escribir un libro o dar conferencias sobre el tema... que por otra parte es justamente lo que estaba haciendo. ¿Por qué es respetable que el señor David Chandler se harte de vender libros sobre un holocausto que no sufrió y en cambio nos da pudor que un abuelito nos cuente su vida (en primera persona) y nos pida un dólar? Pues debe ser por lo mismo por lo que no debemos dar dinero a los niños que venden flores de papel pero sí que debemos colaborar con ONGs que enseñan a los niños a ganarse la vida haciendo flores de papel: porque en occidente estamos acostumbrados a que la caridad, o la ayuda al prójimo, se debe hacer a través de instituciones especializadas, ya sea la Seguridad Social, la Iglesia o la Fundación Ronald McDonald, pero nunca a nivel personal. Eso queda para los musulmanes y los budistas, que son pobres precisamente por eso ( o igual no ). Que conste que ya sé que os deberíamos estar contando el viaje en lugar de estas reflexiones tan ingenuas, pero es que la sensación que se nos ha quedado de Camboya ha sido precisamente esa, lidiar con un sentimiento de culpa constante.
También es cierto que entre dilema y dilema pasábamos nuestros buenos ratos haciendo excursiones, viendo templos y cogiendo autobuses. El de Siem Reap a Battambang tardó cinco horas de baches y desvíos poco comprensibles en una carretera que une el principal destino turístico con la segunda ciudad del país. Battambang es fea y carece de los servicios de Siem Reap, pero también es mucho menos turística, lo que se agradece. Bueno, lo agradece Carol, porque yo soy más estilo camboyano y prefiero comer a pasar hambre, lo que casi me pasa en Battambang. Aquí vale la pena mencionar a) que soy muy maniático (por si alguien no se había dado cuenta) y b) que los camboyanos se comen todo lo que se mueve, cucarachas incluidas. Esto último, que había podido comprobar en los puestos callejeros de Siem Reap, por una parte me tranquilizaba, ya que si se las comen deben estar cerca de la extinción, y por otra me intranquilizaba, ya que también puede pasar como con el atún en España, que te lo ponen a modo de regalo y aunque hayas pedido expresamente que no lo hagan. Por las proteínas y eso. Es cierto que cucarachas no vi en ninguno de los tres restaurante que tiene la ciudad, pero platos decentes tampoco. Sólo en el "Smoking Pot" ( por lo que conocemos a los camboyanos no creemos que sea una coincidencia el nombre del restaurante con lo de que incineraran a Pol Pot. ¿Alguien conoce algún local de nombre "Franco ha muerto" en España?) comimos bien, y muy bien por cierto, pero lo pillábamos cerrado a todas horas. Por otra parte, el servicio no era precisamente amable. Viniendo de Laos eso lo hemos acusado. En Camboya hay mucha gente simpática, pero también mucha otra que no lo es y que se limita, en el mejor de los casos, a hacer su trabajo con cara de fastidio. Pero si es cierto que el pasado más inmediato y la situación actual no son precisamente idílicos, también lo es que el país está condenado a mejorar, sobretodo teniendo en cuenta el entusiasmo, ilusión y capacidad de esfuerzo de los camboyanos, que manifiestan a espuertas en cuanto les das una oportunidad. Y si no se la das, se la toman, que si hay algo que no les falta es desparpajo.
Bun fue el motorista que prácticamente nos secuestró al bajar del autobús de Battambang. Mientras yo "distraía" a otros cinco tuktukeros y motoristas Carol pactó con él y con su amigo un transporte gratuito hasta el hotel, pacto del que yo evidentemente no me enteré porque estaba concentrado en que nadie me cogiera una de las mochilas y se la llevara para el tuktuk. Y eso fue precisamente lo que pasó. Mientras Carol se iba en la moto con Bun yo me quedé a pelear con su socio, que no soltaba la mochila del ordenador por mucho que le dijera, en perfecto castellano, "esa ni se te ocurra cogerla". Cuando tras un intenso forcejeo se la consiguió subir a la moto no me quedó otra que subirme detrás, porque veía que si me ponía tonto igual la tiraba en marcha o algo por el estilo. Así que pese a las protestas del resto de tuktukeros y a las mías propias, allá que nos vamos, a no se sabe donde. A Carol ni se la veía. Cinco minutos después llegamos al Hotel Chhaya, donde Carol ya andaba estudiando las habitaciones. Como yo ya había hecho el tonto un buen rato pensé que no pasaba nada por hacerlo dos minutos más, así que le estuve regateando el precio a mi motorista sin saber que los del hotel ya le daban una comisión. Por suerte Carol llegó a tiempo para sacarme de mi error.
El hotel de Battambang ha sido uno de los más raros en los que hemos estado durante el viaje. Por una parte las habitaciones estaban sorprendentemente bien para lo cutre que es la ciudad, y por otra el edificio era inmenso, con escaleras laberínticas y "seguratas"¿? en cada planta. Además, en la recepción se juntaban por lo menos unas quince personas entre gente del hotel y tuktukeros, y se hacía difícil saber quien era quien. Seguramente serían las dos cosas a la vez, pero de todas formas si veían que subías para la habitación te atendía uno del hotel y si salías o te quedabas mirando el cartel que anunciaba las excursiones te atendían los motoristas. Bun fue el más despabilado y el primero en ofrecernos un tour completo por todas las atracciones de Battambang, así que le contratamos la excursión a él y su socio por 8 escasos dólares cada uno.
En realidad en Battambang ciudad hay poco para ver, pero en los alrededores hay algunas cosas interesantes: una pagoda donde los Khmeres Rojos hacían de las suyas, un templo donde se refugian cientos de murciélagos gigantes, una vía de tren digna de Rodalies y sobretodo unos caminos muy chulos, de tierra rojísima, que combinados con el verde de los campos de arroz y el azul y blanco del cielo daban mucho juego. Y también mucho polvo, muchísimo. Aquí a ese polvo le llaman la nieve de Camboya.
Como ya hemos dicho, los Camboyanos no son precisamente tímidos, y nuestro guía no era la excepción. Bun, que aprendió inglés a base de practicar con los turistas, contestó sin tapujos a todas las preguntas de Carol, incluidas las que tenían que ver con el genocidio. Por el camino le iba comentando todo lo que se le ocurría, desde lo que se cultivaba en los campos que íbamos pasando hasta lo que tenía que pagar un novio a la suegra para poderse casar. Luego, como se lo había ganado, se quedó durmiendo a la bartola mientras su amigo Sopy, que tenía sólo doce añitos, nos acompañaba a la pagoda, situada varios cientos de escalones por encima del nivel del Mekong. Sopy, pese a su edad, hablaba un inglés casi perfecto, que para eso se pagaba sus buenas clases con lo que ganaba haciendo de guía ocasional (2 dólares en las 2 horas que pasó con nosotros) , y se nos ha quedado grabado como el arquetipo de lo mejor de Camboya, por lo listo y por lo simpático. Da la sensación de que en Camboya hasta los niños tienen muy claro que la educación y el esfuerzo es lo que les sacará adelante, y no suelen desperdiciar oportunidades. Mantienen con orgullo que, aunque ahora son más pobres, en pocos años se pondrán al nivel de Tailandeses y Vietnamitas, porque mientras sus vecinos no se molestan en aprender inglés ellos sí que lo hacen y por tanto van a tener muchas más opciones de mejorar. Y la verdad es que hay muchas personas, sobretodo estudiantes, que se te acercan sólo para practicar inglés, algo que no nos habíamos encontrado hasta ahora. A Sopy prometimos enviarle unas lecciones de castellano en MP3 y estaba que daba botes de alegría, petición que se añade a la de los diccionarios que le prometimos a Sophier (de Siem Reap). No me extraña que en Europa estemos preocupados por los inmigrantes, porque como lleguen cuatro como éstos se lo van a comer todo mientras nosotros andamos perdiendo el tiempo con rencores y discusiones superfluas.
Tras despedirnos de Sopy seguimos ruta con Bun & Company. A medida que avanzaba la mañana las nubes iban pasando de algodonosas a tenebrosas, y cuando paramos en el templo de los murciélagos gigantes el tormentón ya estaba a la vuelta de la esquina. Aceleramos un poco el paso y llegamos a nuestra última parada, "el Tren de Bambú", un poco antes que los nubarrones. Este tren no es más que una plataforma de bambú con ruedas que los chavales de los pueblos cercanos ponen sobre las vías del lentísimo tren que pasa por allí una vez por semana para sacarles algo más de rendimiento. Años ha la movían a base de "remar", pero ahora usan unos motorcillos tipo Zodiac que les permite desplazarse entre pueblo y pueblo con poco esfuerzo. En las carretillas caben una docena y pico de locales, o en nuestro caso dos turistas, dos guías, dos motos y dos conductores de menos de trece años cada uno. Durante el trayecto, que es muy divertido y recomendable a no ser que tengas problemas de cervicales, es frecuente tener que parar para no chocarte con los trenes que vienen en sentido contrario. Cuando eso pasa uno de los dos grupos se baja, desmonta el tren y deja paso al otro. No sabemos como arbitran las preferencias, pero en nuestro caso los que se bajaron fueron siempre los locales, según nuestros guías porque nosotros llevábamos moto y eran más pesadas de bajar,aunque yo creo que lo de que fuéramos turistas pesaba más que las motos. De vez en cuando también había que parar para dejar paso a algunas de las vacas y búfalos que andaban de lado a lado de la vía, o para rearrancar el motor que se calaba. Total, que la lluvia nos pilló a medio camino de ninguna parte, lo que no hizo sino aumentar la diversión. Vale la pena decir que la atracción la gestionan los niños de los pueblos por los que pasa el tren, y es a ellos a quienes se paga y son ellos los que te llevan, sin intervención de adultos. Bun nos contó que algunos turistas contratan el trenecito para ir desde Battambang hasta Phnom Penh, y tardan "sólo" tres días y tres noches. En nuestro caso fueron unos veinte minutos, pero valieron mucho la pena.
Acabada la excursión yo me quedé en la habitación a reposar mis doloridas posaderas y Carol se fue de exploración por la ciudad. Por lo que cuenta se lo pasó pipa hablando con la gente y visitando todas las peluquerías de la zona. No me preguntéis por qué, pero es lo primero que hace en cada pueblo y ciudad aunque luego no entre en ninguna, y si entra es sólo a tirar fotos, como en este caso.
Pero aunque en Battambang nos hemos encontrado con personajes de esos que te hacen pensar que Camboya va a mejorar mucho su situación en los próximos años también hemos convivido con su cara más inmediata y más triste, la de los desamparados. Por los alrededores del restaurante donde desayunábamos por las mañanas mendigaban, entre otros varios, una chica amputada y embarazada y un chaval de unos 8 años que hacíamos su hijo. Tirando del manual que mencionaba al principio del post, a la mujer le dijimos que no la primera vez que vino a pedir limosna, pero cuando la vimos descuidando discretamente las sobras que nos habíamos dejado en el plato no pudimos sino cambiar de opinión. Al chavalín, que vino inmediatamente después, le compramos un zumo, y en los días siguientes le dimos la mitad de nuestro pan con mantequilla habitual, con el que se iba contento como unas castañuelas. Pero la última mañana que estuvimos allí, tras darle su trozo de pan, decidimos que podíamos darle un par de dólares a la madre, que seguramente los administraría bien. Cuando el crío lo vio, todavía con su pan en la mano, nos siguió unos metros para ver si le caía algo más que su pan diario, pero en este caso nos mantuvimos fieles al manual del viajero responsable y no le dimos nada. Consecuencia, el crío se enfurruñó y tiró el pan, con toda la mala leche que pudo, a la cloaca que teníamos justo delante, para que no pudiéramos dejar de verlo. Nos fuimos de Battambang igual de confusos que llegamos.